Las Pérdidas
Estamos acostumbrados a atesorar cosas y personas, sabiendo de antemano que nada es nuestro porque todo es prestado.
Cuando se produce una pérdida humana significativa vivimos esa circunstancia como una amputación y nuestra identidad sufre un cambio. Además, moviliza nuestras ansiedades porque nos recuerda nuestra propia finitud.
Esa condición nos hace verter muchas lágrimas en los funerales que lloran también la propia muerte.
La desaparición de una persona provoca un vacío existencial. Queda un hueco en nuestro espacio vital que nos hace tomar conciencia de la importancia de ese ser que ya no está.
Mientras la vida transcurre, ese sentimiento de intimidad con el otro como parte de uno no se registra comúnmente y muchas veces no les damos a nuestros seres queridos la importancia y el tiempo que se merecen. Recién lo notamos cuando ya no están.
La vida de la gente de una ciudad se ha convertido en un intrincado laberinto donde todos corren buscando la salida. Pero como decía Borges, la salida no es lo principal, lo importante es el centro.
Felizmente, las ceremonias funerarias se están reduciendo a una breve reunión informal antes de las exequias, donde se le brinda un homenaje al desaparecido y se despiden sus restos.
Pienso que más que la intención de eludir los momentos tristes de los antiguos velatorios, como algunos creen, es un avance hacia la aceptación de la muerte como parte de la vida y precisamente la que le da el sentido.
Independientemente de creer o no creer en otra realidad, esta vida es una oportunidad, una experiencia, y después de ella, desde el punto de vista lógico podríamos llegar a tener otras diferentes ya que en el Universo todo vuelve y nunca termina.
O tal vez, aún aunque nuestros ojos se cierren y no haya más nada para siempre, estaremos al fin como antes de nacer.
Un cuento para pensar
Un dolor en el alma
Todos los jueves visitaba a su madre internada en un geriátrico. Había llegado a los ochenta y nueve años con la mente reducida al punto de no lograr articular frases. Pero sin embargo todavía la reconocía, no por su nombre, tampoco por su relación de familia, sólo porque le resultaba una figura familiar.
Frente a ese intenso dolor de verla extinguirse poco a poco, ese día de la semana se convertía para ella en un calvario.
Había sido una bella mujer que nunca fue vieja, hasta el último con sus zapatos de tacos y su maquillaje; y aunque no tenía ningún título los últimos años había ganado en sabiduría hasta llegar a un nivel en que solía expresar frases que resultaban máximas.
Tenía un carácter caprichoso y dominante y una formación propia de la época que a veces la había hecho sufrir, pero mágicamente los recuerdos ingratos se le fueron borrando en el transcurso de la larga agonía, permaneciendo en su corazón sólo los momentos felices.
Ella sentía que su madre estaba realizando su proceso de reparación y su purgatorio postrada en esa cama y que este proceso les había servido a las dos para perdonarse todo.
Para huir un poco de la realidad y preparar su estado de ánimo, acostumbraba estacionar el auto en una estación de servicio cercana para tomar un café y leer el diario.
Ese breve ritual la equilibraba y misteriosamente le permitía encarar el triste momento con más fuerzas.
Todos queremos que la muerte nunca llegue, pero en estos casos parece que siempre está mirando para otro lado manteniendo a la víctima apenas respirando.
Dicen algunos que tienen fe, que muchos de nosotros decidimos estas cuestiones y elegimos sufrir mucho al final para renacer por fin en la gloria. Si es así, esta madre ya está en el cielo.